Me fui solo al Camino, finalmente los que podían haberme acompañado, por diversos motivos, se echaron atrás (la última, Isa).
Alguien comentó que si eres extrovertido no te sentirás solo en el Camino. Yo me sentí solo el primer día, pero era una soledad buscada, no pasa nada por querer romper con la rutina diaria y pasar tiempo solo, no por eso eres un bicho raro.
Pero pronto conocí a los cuatro valencianos (Ana, Eva, Borja y Sebas) con los que realicé el recorrido hasta Sarria y de los que me despedí en Portomarín. Fue una suerte, porque me parecieron muy buena gente y siempre estuvieron muy pendientes de mi. Hubo muy buen rollo entre los cinco y es una de las mejores cosas que me he traído del Camino.
Aunque parezca increíble, me hice entender algo con Sophie. Ella, ni papa de español. Yo, limitadísimo con el inglés hablado. El resultado, esfuerzo por ambas partes para entender lo que el otro le quería contar.
Todo lo contrario que la irlandesa Tracy, que acumulaba muchos más kilómetros que nosotros y que parecía fresca como si acabase de empezar el recorrido. Tracy se expresaba muy bien en castellano.
¿Y qué decir del coreano que se recorría 60 kilómetros al día corriendo? Tipos raros estos orientales. La cantidad de fotos que nos hizo mientras nos tomábamos unas cervecitas sentados en el suelo las horas previas al incidente con el segurata.
¿Y el valenciano pesado? Si los otros cuatro eran gente agradable y simpática, apareció otro de la Comunitat Valenciana pesadísimo, cuyo único tema era la política: que si la Rita Barberá, que si los trajes del Camps, que si patatín, que si patatán. Como buen pesado de la política, tenía que ser de izquierdas, como la mayoría que se creen todavía las mentiras de su líder, al que escuchan con devoción subidos al guindo.
En fin, hubo un momento que al escuchar la palabra extremeño se me acercó y se sentó a mi izquierda. Yo vi como Sebas se apartó y me dejó solo ante el peligro. Por momentos pensé ¿qué he hecho yo para merecer esto? o ¿por qué mis padres me dieron esta educación que me impide ser grosero ante semejante pesao? Que si Valencia necesita un Ibarra, que si él se ha leído la biografía de Ibarra,..., debería haberle dicho: mira, chaval, que soy peregrino, pero no quiero ganarme la Compostela por aguantarte a ti y tus tonterías. Así que me levanté y me fui alejando poquito a poco, gracias también al capote que me echó Eva, momento que aproveché para huir y buscar a la hospitalera.
Otro personaje peculiar, el italiano que se sentó en nuestra mesa en Sarria mientras disfrutábamos de nuestra pinta de Estrella Galicia. Era una mezcla entre mi tío Antonio y Giovanni Ranna, el de la pasta fresca. Nos contó que era su segundo Camino completo, el primero en solitario y entendía de todo: del buen vino español al buen vino toscano, del mejor jamón ibérico del mundo (el extremeño) a la mejor paella (la valenciana), de los tipos de pasta (con buen grano duro), y por hablar hasta se fijó en los pies de Sebas, extremidades que le gustaron mucho (?) y que dijo que eran muy buenos para caminar por esos caminos, como los suyos, huesudos y alargados.
Curioso también el caso del peregrino gitano, que tanto juego nos dio. Partiendo de la base de que ninguno éramos racistas (¡je,je,je!), a todos nos chocaba ver a un peregrino de raza calé, tan chocante como ver a un gitano de delantero del Madrid o compitiendo en la final de los 3000 obstáculos con Marta Domínguez (¡Viva Marta!). ¡El bicho!, se hizo peregrino para buscar la mochila más aparente y dar el palo. Pero no tuvo suerte, un hospitalero le reconoció y llamó a la Guardia Civil que se lo llevó preso ante la mirada curiosa del resto de peregrinos.
En los albergues dejas la mochila junto a tu cama, te fías del resto de peregrinos, no piensas que te vayan a quitar algo, aunque por precaución siempre es conveniente llevar la cartera y las cosas de valor encima, sea en la ducha o en el servicio, porque, aunque yo no soy racista, siempre puede aparecer un gitano cuando menos te lo esperas.
También tuve el placer de conocer a la simpática pareja de Murcia (Jesús y Mª Hosé), a la pareja vasca con sus camisetas de media maratón de no sé donde que nos llevaron con la lengua fuera hasta el Alto do Poio, al señor del bigote que roncaba a pulmón libre, a los dos chavales de León con los que coincidí en O Cebreiro y, como no, al hospitalero de Castrojeriz, tipo curioso donde los haya, apenas levantaba del suelo 1,60, con su espesa barba blanca y sus piernas cortas, pero de pura fibra capaz de llevar un ritmo muy superior al nuestro (el doble, por lo menos) y que contaba alguien que vio como adelantaba andando a un ciclista en un subida. A nosotros nos pasó dos veces: la primera vez le llevábamos 20 kilómetros de ventaja y nos adelantó sin problemas; la segunda vez, salimos casi dos horas antes y nos volvió a adelantar.
Y alguno más que no recuerdo ahora. Tampoco me quiero olvidar de la chica malagueña con la que coincidí en la cola de Alsa en la estación de Lugo. Yo, de peregrino cojo. Ella, de peregrina renqueante. Era fácil comenzar la conversación, charla que ayudó a que se me pasara volando la hora que tuve que esperar hasta que saliera mi autobús, en la que yo le conté mis penas peregrinas y ella me contó como después de 400 kilómetros recorridos por el Camino del Norte (llevaba danzando desde el 21 de julio), un tirón en la pierna y el forzar para llegar al final de la etapa le obligó a abandonar el Camino y dejar lo que le restaba para más adelante. Le dejé La Voz de Galicia y me dio las gracias por ello y por mi ofrecimiento, en la cola de Alsa, que rechazó, de acercarla a Madrid (así se me haría el viaje más corto a mí también) y yo le di las gracias por su conversación (me quedó una frase muy de final de película, muy tipo Bogart, que para sí hubiera querido W. Allen en “Sueños de Seductor”, solo que él, nuestro Bogart, hubiera dicho: gracias a ti, muñeca, por tu conversación).
Yo no fui al Camino en busca de amigos para el Facebook, ni para encontrame a mí mismo, ni para ver si coincidía con Beyoncé o con Sienna Miller (y su frasco de Boss al modo de mochila), ni para saber qué es una sobrecarga muscular, ni para recuperar la fe, en realidad, no sé por qué fui, pero había algo que desde el año pasado me empujaba a hacerlo y debía hacerlo. Ahora creo, pese a no haber llegado a Santiago, saber qué era eso que buscaba: romper con la rutina de todo el año, vivir experiencias nuevas, no planificadas, conocer en pocos días más gente que la que conozco en un año en mi rutinaria vida de Jefe de Administración, echar de menos a las personas que quiero y acordarme de ellas en los momentos de soledad, y engancharme a un tipo de experiencia que te lleva a hacer con gusto marchas de al menos seis horas diarias, levantándote a las 5 de la mañana y acostándote a las 10 de la noche, en vacaciones, ¡en agosto!, para lo que sólo necesitas una mochila, un par de botas, mucha ilusión y un poco de suerte para no sufrir ampollas, tendinitis o sobrecargas musculares. ¡Volveré!
P.D.: La noche del pasado viernes sonó el móvil y era Sebas, que estaba con el resto de la tropa mediterránea tomando unas cervezas en Santiago y se acordaron de mí. La verdad es que me alegré mucho por ellos, porque pese a sus problemas de ampollas y rodillas consiguieron llegar. Y también me alegré mucho porque se acordaron de mí en ese momento y eso fue todo un detallazo que no olvidaré y que dice mucho de lo buena gente que son.