sábado, 22 de agosto de 2009

El Camino (I): Los valencianos

En un Centro Comercial de Ponferrada estuve a punto de comprar el libro El Camino, de Delibes, no porque tratase sobre el Camino de Santiago, sino porque vi que pesaba algunos gramos menos que el que llevaba en la mochila.

Al final lo dejé en la estantería e hice bien, pues en mis pocos días de peregrino no hubiera encontrado el momento de leerlo y es que si algo me ha quedado claro de esta experiencia es que, aunque vayas solo, no son necesarios ni iPods, ni libros, ni PSP’s,..., ya que lo verdaderamente bonito del Camino es la facilidad de conocer personas, de relacionarte con gente de todos los sitios, de todas las clases, de todas las edades.

Yo tuve la inmensa suerte de conocer en la etapa de Villanueva del Bierzo a O Cebreriro a Eva y Sebas, dos jóvenes valencianos con los que desayuné en Trabadelo, donde se nos unió Sophie, una inglesa de Southampton, y juntos los cuatro recorrimos el resto de esta etapa reina que nos llevó al primer pueblo de Galicia.

Fueron nueve horas de marcha, desde las 6:00 hasta las 15:00 horas, con cuatro paradas: desayuno (cola cao y cruasán), almuerzo (empanadilla y acuarius), inmersión de pies en la fuente de La Faba (¡que gustito!) y cañita de Estrella de Galicia, aquarius y frutos secos en A Lagúa de Castela, antes de afrontar los últimos 3 kilómetros de subida a O Cebreriro, donde se nos unieron dos valencianos más: Ana, con ampollas en sus pies y una zapatilla en chanclas, y Borja, con sus problemas en la rodilla.

Fue una etapa dura, pero llegamos con mucho esfuerzo y, aparentemente, sin excesivos problemas físicos. Yo me descolgué en el tramo final e hice los últimos metros hasta el albergue acompañado de una pareja de vascos y de un señor mayor con bigote que más tarde nos sorprendería con el poder de sus ronquidos.

En esto llegamos a la puerta del albergue y nos topamos con el letrerito de “completo/full”. De nada sirvió nuestros intentos de convencer a la hospitalera: o pasábamos la noche en el suelo bajo las estrellas o cogíamos a media tarde un autobús a Pedrafita y dormíamos en el polideportivo.

Decidimos echar los sacos (algunos sin esterilla, como yo) en un porche a las traseras del albergue, nos colamos en las duchas (nos pedían 3 euros por entrar a ducharnos) y una vez acicalados y oliendo a límpidos (nunca en mi vida había sudado tanto como ese día), nos dirigimos en busca del menú del peregrino diario. Ese día terminamos de comer tarde, lo que unido a las cervecitas que nos bebimos antes que comenzara a anochecer, hizo que me acostara sin cenar.

Lo único que me pedía el cuerpo era un buen colchón y unas horas de descanso. Así que me dirigí en busca de la hospitalera, armado únicamente con mi mejor cara de “niño bueno” y estos ojos azules (*) arrebatadores que tan buen resultado siempre me han dado.

- Hola, dije con voz lastimosa, esbozando una ligera sonrisa y mirándola a los ojos.
- Hola, dime, me contestó con marcado acento gallego.
- Pues mira, soy uno de los nueve que hemos llegado a las tres y nos hemos quedado sin plaza en el Albergue. Hemos echado los sacos al suelo, pero ya se está yendo el sol y comienza a hacer fresco, por lo que nos espera una noche muy larga. ¿No habría alguna posibilidad de ocupar una sala, como la cocina, que está sin utilizar? No molestaremos a nadie y a las 5 de la mañana nos marcharemos sin hacer ruido.

Ella esperó a que terminara, medio sonriendo y teniendo muy claro desde el principio lo que me iba a contestar:
- Yo lo siento mucho, pero no puedo hacer nada, las normas son las normas y ya no se echan colchonetas al suelo como se hacía hace años. Ahora sólo entran los peregrinos hasta completar todas las camas.
- Si yo te entiendo, pero hacer una pequeña excepción a la norma en este caso, para ti no supondría nada y para los nueve (más el señor roncador del bigote y el coreano de los 60 kms. corriendo al día) que estamos ahí fuera sería muy importante.
- Mira, yo no sé nada, ¿vale?, sólo te digo que yo me marcho a las 22:00 y si alguien os abre desde dentro, pues eso, tú me entiendes, ¿verdad?
- Te entiendo, te entiendo, le dije sonriendo, muchas gracias “por no querer saber nada”.
- Eso sí, a la una pasará el vigilante y ahí ya dependerá de vosotros si le convencéis o no.

Volví a manifestarle mi agradecimiento y me dirigí más contento que unas pascuas en busca del resto del grupo para comunicarles lo “acordado” con la hospitalera.

Así que recogimos nuestros sacos y mochilas y pasadas las diez asaltamos en silencio el albergue y nos acomodamos en el suelo de la cocina.

Sophie se puso sus tapones en los oídos y se giró hacia la pared, yo me quedé un rato despierto, sin coger el sueño, supongo que debido a las primeras molestias en el tobillo derecho y a la dureza del gres sobre el que estaba mi saco de dormir y, por tanto, mi serrano cuerpo.

De pronto se escucharon unos pasos, se abrió la puerta y alguien encendió la luz de la sala.

- ¿Qué hacéis vosotros aquí?, nos dijo con tono amenazante un joven vestido de segurata.

Ninguno reaccionó. El cansancio, el sueño y la sorpresa de ver a semejante personaje plantado en la entrada hizo que pasaran unos segundos hasta pudiera empezar a hablar.

- A ver como empiezo, dije para ganar tiempo, he hablado con la hospitarela...
- ¿Cómo se llama?, me interrumpió de malas maneras.
- Pues no lo sé, no le pregunté el nombre, sólo puedo decirte que era rubia.
- Mal empezamos, exclamó con tono bastante cortante. Y esa, ¿que hace que no se mueve?, dijo señalando a Sophie que dormía sin enterarse de lo que estaba ocurriendo.
- Ella tiene puesto tapones y no estará escuchando nada. El caso es que la hospitalera me dijo que se marchaba a las diez y que si alguien nos abría y nos metíamos dentro, que ella no sabía nada, que haría la vista gorda, que después dependería de ti que nos dejases pasar la noche a cubierto o tirados en el suelo. Que estaría en tu conciencia, le dije siempre desde el saco con la cabeza un poco incorporada y los ojos casi vencidos por el cansancio.
- Está bien, me lo pensaré, dijo el vigilante mientras apagaba la luz y cerraba la puerta.

Todos pensábamos que no volvería y pasaríamos el resto de la noche a cubierto, pero cual fue nuestra sorpresa cuando unos minutos más tarde apareció de nuevo el segurata y nos ordenó que en 5 minutos nos fuéramos a la calle.

El caso es que era la 1:00 de la madrugada y volvíamos a echar los sacos en el suelo e intentábamos acomodar nuestros cuerpos a las irregularidades del mismo. Lo único bueno, que no hacía frío.


(*) Para el que no me conozca, el tema de los ojos azules está escrito en tono irónico, que luego vienen los malos entendidos, que uno es muy sencillo y conoce sus limitaciones físicas en cuanto a belleza (las otras, me he dado cuenta ahora al ver mi tobillo maltrecho).


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