Debe ser uno de los sitios más fotografiados del mundo, el Puente de Carlos, en Praga. No me gusta nada salir en las fotos, pero hay veces que no tengo más remedio que dejar constancia de que también estuve allí, por eso llevo el mini-trípode, que también me ayuda a hacer fotos sin flash.
Esta me gusta porque muestra una serena tranquilidad. Tranquilidad que teníamos nosotros, de vacaciones, sin horarios, a miles de kilómetros de nuestras obligaciones, de nuestra rutina, tranquilidad aparente en un puente mágico sobre el Moldava, un puente atestado de turistas desde primera hora de la mañana hasta última hora de la noche, con músicos, pintores, marionetas,...
Tranquilidad en una ciudad amable, de gente amable, sin problemas para coger el Metro por la noche, desde Muzeum a Budejovická, siempre atentos para escuchar, antes de cada estación, la expresión "Pristí stanice...". Tranquilidad de un hotel, el Barceló Praha, pared con pared con un cementerio, cuya vida me gustaba observar desde la ventana de nuestra habitación.
Tranquilidad la que se respiraba al entrar en el Ebel Coffee House, en el patio de Tyn, y saludar con el "hola checo" Dobry den antes de pedir un capucciono y planificar la ruta diaria con el plano y la lonely planet.
Hay algo especial en Praga que me atrae, que hace que me sienta tan a gusto en una ciudad de un idioma imposible, con palabras sin vocales y acentuadas, imposibles de abordar e imposibles de adivinar su significado. Me gustó en el año 1991, con pocos turistas, sin McDonalds, con la cervecería de la calle Karlova donde pasamos buenos ratos o el restaurante de Malá Strana donde comimos los siete por menos de 700 pesetas en total, incluida la cerveza, o las entradas gratis a la Sinagoga, al Cementerio Judío de Josefov y al Callejón Dorado donde vivió Kafka, o aquella noche en la que comimos obleas sentados en los adoquines de la Plaza de la Ciudad Vieja mientras escuchábamos a un grupo de jazz.
Y me gustó en el 2007, con sus MacDonalds, sus tiendas de suvenirs de la calle Karlova, su H&M o su Mango, con sus entradas a precio occidental para visitar cualquiera de los sitios de interés o sus cuadros de Alfons Mucha.
Me gusta Praga, me siento feliz allí y espero volver pronto de nuevo.
Esta me gusta porque muestra una serena tranquilidad. Tranquilidad que teníamos nosotros, de vacaciones, sin horarios, a miles de kilómetros de nuestras obligaciones, de nuestra rutina, tranquilidad aparente en un puente mágico sobre el Moldava, un puente atestado de turistas desde primera hora de la mañana hasta última hora de la noche, con músicos, pintores, marionetas,...
Tranquilidad en una ciudad amable, de gente amable, sin problemas para coger el Metro por la noche, desde Muzeum a Budejovická, siempre atentos para escuchar, antes de cada estación, la expresión "Pristí stanice...". Tranquilidad de un hotel, el Barceló Praha, pared con pared con un cementerio, cuya vida me gustaba observar desde la ventana de nuestra habitación.
Tranquilidad la que se respiraba al entrar en el Ebel Coffee House, en el patio de Tyn, y saludar con el "hola checo" Dobry den antes de pedir un capucciono y planificar la ruta diaria con el plano y la lonely planet.
Hay algo especial en Praga que me atrae, que hace que me sienta tan a gusto en una ciudad de un idioma imposible, con palabras sin vocales y acentuadas, imposibles de abordar e imposibles de adivinar su significado. Me gustó en el año 1991, con pocos turistas, sin McDonalds, con la cervecería de la calle Karlova donde pasamos buenos ratos o el restaurante de Malá Strana donde comimos los siete por menos de 700 pesetas en total, incluida la cerveza, o las entradas gratis a la Sinagoga, al Cementerio Judío de Josefov y al Callejón Dorado donde vivió Kafka, o aquella noche en la que comimos obleas sentados en los adoquines de la Plaza de la Ciudad Vieja mientras escuchábamos a un grupo de jazz.
Y me gustó en el 2007, con sus MacDonalds, sus tiendas de suvenirs de la calle Karlova, su H&M o su Mango, con sus entradas a precio occidental para visitar cualquiera de los sitios de interés o sus cuadros de Alfons Mucha.
Me gusta Praga, me siento feliz allí y espero volver pronto de nuevo.
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