Era lunes y, como todos los lunes, el alma me pesaba ahí mismo, abajo del saquito de los cojones. Madrid era un puto caos y el tiempo se me escapaba en cada semáforo, en cada parking, en cada desplazamiento. Todos los lunes me prometía que sería la última semana que haría el recorrido en coche, pero todos los lunes incumplía mi promesa.
Hoy la agenda estaba repleta de anotaciones y después de reirle las gracias al impresentable de mi jefe, tenía que pasar por casa y preparar la maleta para el viaje que esa misma tarde tendría que emprender camino de París.
La historia se repetía cada tres meses, unas veces en avión, otras en tren. Esta vez viajaría de la mano de la RENFE, en el Francisco de Goya, tren que ya podría denominarse "de época" y que era ligeramente más moderno que los que puedes encontrar en alguna novela de Agatha Christie. Mi billete era de Gran Clase, por lo que tenía un compartimento para mí solo, con baño incluido, con lo que evitaba la desagradable experiencia de buscar el WC en el extremo de cada vagón.
Habían transcurridos más de 15 años desde que viajé por primera vez en este tren y, la verdad, poco o nada ha cambiado, aparte de que la primera vez lo hice en un compartimento de cuatro literas con tres amigos y cuatro mochilas y esta vez lo hacía sólo, en primera clase y con la cena y el desayuno incluidos.
Las siete de la tarde y aquello comienza a moverse, saltando de una vía a otra lentamente, intentando escaparse de Madrid. Me gusta salir al pasillo, apoyarme en la ventana y observar el entramado de vías y las caras de los que se quedan en tierra. La velocidad aumenta, directamente proporcional al ruido y a las vibraciones del tren.
Empiezo a respirar, me alejo de Madrid, me acerco a París.
Trece horas y media y estaré entrando en París. Trece horas y media para mí, para leer El País, intacto desde que lo compré esta mañana; para actualizar el iPod; para vaciar la memoria de la Nikon (París bien vale una Nikon); para descubrir el contenido del neceser de Gran Clase (quince años después, la misma pastilla de jabón y la misma pasta de dientes); para verme reflejado en las ventanas del vagón-bar-restaurante, apoyado en la diminuta barra y refrescándome con una cerveza de lata; para observar al resto de viajeros, a los uniformados de la RENFE y, sobre todo, para disfrutar de ese silencio de este ruidoso tren tan difícil de obtener en mi rutinaria vida madrileña.
Ese es el motivo de viajar en tren toda una noche, cuando en avión estaría en un par de horas. Además, me bajo en la Gare d'Austerlitz, que sigo pronunciando como la primera vez que estuve ("gare de austerlich", como suena leído en castellano), cuando "aterricé" con 21 años acompañado por mi amigo Rafa, un par de mochilas, varios kilos de conservas, mucha ilusión, muy pocos francos (quiero recordar que un franco eran veintitantas pesetas) y una tarjeta Inter-Rail válida para los próximos treinta días.
Me gusta la liturgia de que te preparen el compartimento, te hagan la cama, te pregunten a qué hora quiere usted cenar o que te despiertes por la mañana acercándote a París y, después de tu ducha diaria en medio metro cuadrado, te apresures a dar cuenta de un buen desayuno.
Ahora, mientras escribo, recuerdo esas sensaciones únicas, esos olores tan característicos de los pasilos enmoquetados, de las tostadas, del café y ese ruido y traqueteo del tren cuando pasas de un vagón a otro.
to be continue
Nota del autor: las primera frase, leerla con la voz en off de Luis Tosar, copiada literalmente de la Flaqueza del bolchevique. El resto, con la mía, que para eso escribo y protagonizo el corto.
Hoy la agenda estaba repleta de anotaciones y después de reirle las gracias al impresentable de mi jefe, tenía que pasar por casa y preparar la maleta para el viaje que esa misma tarde tendría que emprender camino de París.
La historia se repetía cada tres meses, unas veces en avión, otras en tren. Esta vez viajaría de la mano de la RENFE, en el Francisco de Goya, tren que ya podría denominarse "de época" y que era ligeramente más moderno que los que puedes encontrar en alguna novela de Agatha Christie. Mi billete era de Gran Clase, por lo que tenía un compartimento para mí solo, con baño incluido, con lo que evitaba la desagradable experiencia de buscar el WC en el extremo de cada vagón.
Habían transcurridos más de 15 años desde que viajé por primera vez en este tren y, la verdad, poco o nada ha cambiado, aparte de que la primera vez lo hice en un compartimento de cuatro literas con tres amigos y cuatro mochilas y esta vez lo hacía sólo, en primera clase y con la cena y el desayuno incluidos.
Las siete de la tarde y aquello comienza a moverse, saltando de una vía a otra lentamente, intentando escaparse de Madrid. Me gusta salir al pasillo, apoyarme en la ventana y observar el entramado de vías y las caras de los que se quedan en tierra. La velocidad aumenta, directamente proporcional al ruido y a las vibraciones del tren.
Empiezo a respirar, me alejo de Madrid, me acerco a París.
Trece horas y media y estaré entrando en París. Trece horas y media para mí, para leer El País, intacto desde que lo compré esta mañana; para actualizar el iPod; para vaciar la memoria de la Nikon (París bien vale una Nikon); para descubrir el contenido del neceser de Gran Clase (quince años después, la misma pastilla de jabón y la misma pasta de dientes); para verme reflejado en las ventanas del vagón-bar-restaurante, apoyado en la diminuta barra y refrescándome con una cerveza de lata; para observar al resto de viajeros, a los uniformados de la RENFE y, sobre todo, para disfrutar de ese silencio de este ruidoso tren tan difícil de obtener en mi rutinaria vida madrileña.
Ese es el motivo de viajar en tren toda una noche, cuando en avión estaría en un par de horas. Además, me bajo en la Gare d'Austerlitz, que sigo pronunciando como la primera vez que estuve ("gare de austerlich", como suena leído en castellano), cuando "aterricé" con 21 años acompañado por mi amigo Rafa, un par de mochilas, varios kilos de conservas, mucha ilusión, muy pocos francos (quiero recordar que un franco eran veintitantas pesetas) y una tarjeta Inter-Rail válida para los próximos treinta días.
Me gusta la liturgia de que te preparen el compartimento, te hagan la cama, te pregunten a qué hora quiere usted cenar o que te despiertes por la mañana acercándote a París y, después de tu ducha diaria en medio metro cuadrado, te apresures a dar cuenta de un buen desayuno.
Ahora, mientras escribo, recuerdo esas sensaciones únicas, esos olores tan característicos de los pasilos enmoquetados, de las tostadas, del café y ese ruido y traqueteo del tren cuando pasas de un vagón a otro.
to be continue
Nota del autor: las primera frase, leerla con la voz en off de Luis Tosar, copiada literalmente de la Flaqueza del bolchevique. El resto, con la mía, que para eso escribo y protagonizo el corto.
1 comentario:
Y qué pasó entonces al llegar a Paris? ¿cogiste sin querer una maleta de cuero negro que alguien había dejado en tu compartimento? ¿saliste de la estación y te estaban esperando dos caballeros con sombrero y traje marrón claro, te metieron en un coche negro y pusiste cara de Cary Grant? esperamos impacientes el desenlace.
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